En estas primeras líneas Jhoanna Rola, explica sus primeros años y apunta ya a lo que será el desarrollo de su vida, centrada siempre en sus sueños de realización personal, hasta llegar a la actualidad, madre e instagramer centrada en la inspiración para la vida diaria
Si la memoria no me falla, mis primeros recuerdos se remontan a cuando tenía cinco años. En aquella época entraba en la ducha con los pantis puestos y tapándome los pechos con las manos. En mi infantil inocencia, pensaba que mi vida se mostraba en la tele como en una película, y yo, tan pudorosa, no quería mostrar mis partes íntimas. Creo, pues, que mi libro de recuerdos, que ahora abro para vosotras, comenzó a escribirse entonces. Hay momentos que, mirando hacia atrás, veo que habría preferido ahorrarme algunas experiencias, pero, si lo pienso bien, toda vivencia, buena o mala, me ha llevado a ser la mujer que soy en la actualidad. Os cuento. Crecí en una familia humilde, en un pueblo muy pequeño de Colombia llamado Yopal donde la gente vive principalmente de la ganadería y el cultivo de arroz. Todavía hoy conservo muy fresco el recuerdo de la casa de mi abuela. No era muy grande, no disponía de luz eléctrica, pero tenía un jardín precioso lleno de flores y mariposas que daban luz y alegría a toda la hacienda. Era nuestro lugar preferido en el mundo. Con mis hermanas nos inventábamos historias de princesas y nuestra imaginación nos llevaba a una mansión llena de lujos, de aquellas comodidades que veíamos en las telenovelas; otras veces viajábamos por carruseles a diferentes partes del mundo y otras, simplemente, nos echábamos al suelo a contemplar el cielo. Allí estábamos las cinco: mi madre, mis tres hermanas y yo. Seguramente, en aquellos días lo que más preocupaba a nuestra matriarca era el futuro de sus cuatro retoños o, más cierto todavía, se centraba en el presente, aquel duro presente del que no podía escapar. El pasado inmediato de mamá había sido especialmente duro y cruel, pues como me contó, estremeciendo mi ser, dejándome tiritando como una hoja en otoño, con dieciocho años había tenido a su hijo Ricardo que acabó perdiendo simplemente porque se lo robaron. Cuando mi mamá pensaba que iba a labrarse una vida con el padre del niño se presentó de malas maneras otra mujer embarazada. Mi madre se quedó con el pequeño Ricardo y sin pareja. Los abuelos maternos de mi hermano se hicieron cargo de él y de mi madre, hasta que un día desaparecieron del mapa y mi madre se quedó sin su querido hijito.
Lo buscó desesperadamente, pero no pudo dar con él. Así eran las cosas entonces. Recuerdo un árbol grandioso que sobresalía del techo de la casa y que, en las noches de tormenta, sus ramas susurraban a los cristales y daban vida a monstruos gigantes o al hombre con pata de palo que cada tarde se paseaba por delante de casa en bici. En un costado de una pared de la casa sobresalían unos cuantos bloques que hacían de escalera, algunas veces cuando la abuela se distraía pelando las conchas de los frijoles o cocinando, me subía allí a coger ramas de los árboles para crear castillos en el jardín. Cómo olvidar aquella mañana en la que iba con Nora (un año menor que yo) al colegio, agarradas de la mano, con nuestras mochilas, el uniforme de cuadros escoceses y unos zapatos que me recordaban a cada paso que me iban pequeños.
Recuerdo esa tormenta que se cruzó repentinamente a mitad de nuestro camino; Nora y yo nos quitamos los zapatos y comenzamos a saltar charcos en calcetines. El tiempo se detuvo, nada nos importaba, ni volver a casa ni ir corriendo al cole. Éramos niñas y si la tormenta hubiera durado treinta años, todavía estaríamos allí saltando charcos al estilo Peppa Pig. Una mañana mi madre y mi padre discutían, los gritos eran cada vez más fuertes y se oía a mi madre llorar desconsolada. Era un llanto lleno de rabia y corrimos a la puerta cuando vimos que mi padre se marchaba de casa.
Llevaba en sus brazos nuestro televisor que funcionaba con batería. Nora se le colgó a una de sus piernas, no sé muy bien qué le llevó a tomar esa reacción, quizás para evitar que se marchara o para que no se llevara nuestro televisor. Carolina cargaba a Angélica en los brazos y yo me agarraba de las faldas de mi madre acompañándola en su llanto. Sabíamos que algo malo estaba pasando, ya que mis padres no solían tener ese tipo de enfrentamientos o al menos no que yo recuerde; se le oyó un grito y un rechazo con la pierna, quitándose a Nora de encima, quien a su corta edad ya empezaba a demostrar su carácter; se marchó sin que al parecer le importaran nuestras lágrimas o el dolor de mi madre, simplemente desapareció sin mirar atrás… Quizás es uno de esos días que muchos no quieren recordar, uno de esos días que cambian el futuro para siempre y que tal vez si no hubiera pasado ese suceso las líneas de esta historia probablemente no existirían o probablemente fueran diferentes.
A partir de ese día todo se volvió más difícil. Esperamos muchas tardes en el jardín a que papá volviera con el televisor y que solo hubiera ido a arreglarla, ya que, a decir verdad, la resolución no era muy buena; quizás llegaría con la sorpresa de que traía una nueva. Entre lágrimas diarias, mi madre sabía que esa sorpresa no iba a llegar. Él había decidido que tendría un nuevo hogar, al lado de la mejor amiga de mi madre, tan buena ella que, cada tarde, mientras mi madre trabajaba, nos preparaba la merienda; tan buena ella que nos cambió un pan por un padre. Puedo imaginar el dolor de la doble traición que tuvo mi madre, pero seguramente sea más de lo que pueda llegar a imaginarme. Era su amiga, la que nos cuidaba, la que nos traía galletas, era buena amiga, ¿Qué le había pasado a aquel hombre que llegaba cada tarde a jugar con sus hijas? ¿Qué le había pasado a aquel papá que corría tras sus hijas? ¿Qué le había pasado a aquel marido ejemplar? Simplemente, había volado. Había que afrontar un mundo nuevo, con menos dinero, con menos alegrías y sin un televisor. Ya no estaba el hombre de la casa, el que nos protegería de los monstruos y del hombre de la pata de palo. Debíamos convertirnos en guerreras y salir del jardín de mariposas. Al poco tiempo, como era de esperar, el dinero no alcanzaba a cubrir los gastos, aunque mi madre se multiplicaba por cinco para trabajar aquí y allá; no era suficiente, pero como buenas guerreras supimos ajustarnos a las verdaderas necesidades. Carolina, cuatro años mayor que yo, cuidaba de nosotras junto con la abuela; desempeñó su papel de hermana mayor tan bien que con solo diez años cocinaba casi mejor que yo ahora con treinta. Dentro de la escasez de alimentos, trataba de innovar siempre con el arroz. Siempre tan pendiente de nosotras, con una responsabilidad que no le correspondía y que muchas veces se tomaba tan en serio que algún tortazo nos caía.